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domingo, 4 de abril de 2010

EL DESDÉN

Pudo palpar el instante en que cedió. Jimena estaba acostumbrada a su presencia. La vida misma empañada por esa bruma obstinada que se escondía en cada intersticio de sus células.
Así también se dio cuenta cuando se instaló. Se impuso de golpe, como quien reclama una heredad que le corresponde por derecho irreductible de sangre. La cargó con toda la dignidad que había en su alma de paloma herida. Nunca profirió una queja, tampoco maldijo su suerte, y mucho menos al mal parido que quebró su autoestima recién estrenada. Omar era el dueño de sus rubores y palpitares iniciales.
Ella, cual luna mansa, adquirió fulgor por su reflejo y calor por su sola proximidad.
-Estás gorda, ya no me atraes. Tu hermana tiene un cuerpo bello, quisiera que fueses ella, sentenció el verdugo inclemente de la confianza de la niña.
Palabras que mutaron su alma en fantasma sin sombra.
Sin hacer ruido, durante un año se hizo pequeñita e invisible.
Daniel coleccionaba miniaturas. Soldados, autos, figuras de animales, todos minúsculos.
Le resultó imposible resistirse a la atracción de esa luna de alma breve.
Y pronunció las palabras mágicas que rompieron el hechizo: ¡que hermosa! ¿Vamos a tomar un helado

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