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domingo, 4 de abril de 2010

INMACULADA

María despertó y su cabello seguía siendo largo. Había perdido la aureola. Su manto estaba desaparecido. De la túnica blanca sobrevivía un vestidito-enagua corto. La quinceañera observó el entorno: caballos huecos con ruedas que servían de transporte, viviendas gigantescas como montañas.
Se enamoró de la ciudad y de su cadencia. Adoró un short y la musculosa larga fucsia que lucía un maniquí. Se probó las prendas y sin que lo advierta la vendedora, salió a la calle.
Oyó un silbido de admiración. Mejillas encendidas y corazón al galope. Miró en su interior, y vio que era bueno.
En la heladería de la esquina, Agustín le compró un helado. Jamás su boca había saboreado una textura tan rica. Con la naturalidad de los años breves, el chico depositó un beso en la boca de María. Los sones del Aleluya repicaron en su interior.
La desaprobación hirió su espalda. Miguel, Rafael, Gabriel gritaron al unísono: ¡Te vas a hundir en el lodo! ¡Tu actuar debe ser intachable!
Sin espacio para el calvario, revisó su interior. Había algunas salpicaduras. Anticipó caídas en el barro. Nada que no se fuera en un baño de agua bendita.
Y vio que todo era muy bueno.

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