
Ella se hizo pequeñita, tan pero tan minúscula, que se introdujo en el monitor de la pc y se perdió en el éter de Internet. Se sintió plena y libre allí. Una carita feliz reemplazaba su sonrisa. Una carita triste evitaba las lágrimas. Un “Te quiero” virtual impedía el contacto personal. Los “amigos” cibernéticos suplantaron a los de carne y hueso, esos que tanto trabajo cuesta mantener y frecuentar. Una manito con el dedo hacia arriba ahorraba explicaciones, razonamientos y saliva.
En esa sustancia brillante que respiran los dioses del cyberespacio, ella sepultó el grito de terror que provoca hacerse cargo de la propia existencia.
Y nunca más volvió a respirar el pesado aire que inhalan los mortales.
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